sábado, 28 de marzo de 2009

david le breton: antropologia del cuerpo (capítulo 8)

EL HOMBRE Y SU DOBLE: EL CUERPO ALTER EGO
Un nuevo imaginario del cuerpo[1]

Desde fines de los años sesenta, y con una extensión cada vez mayor, surge un nuevo imaginario del cuerpo que conquista prácticas y discursos hasta ese entonces inéditos. Luego de un tiempo de represión y de discreción, el cuerpo se impone, hoy, como un tema predilecto del discurso social, lugar geométrico de la reconquista de uno mismo, territorio a explorar, indefinidamente al acecho de las incontables sensaciones que oculta, lugar del enfrentamiento buscado con el entorno, gracias al esfuerzo (mara­tón, jogging, etc.) o a la habilidad (esquí); lugar privilegiado del bienestar (la forma) o del buen parecido (las formas, body-buil-dintf, cosmética, dietética, etcétera).
Una prédica muy maternal exalta las energías sociales en una repentina pasión por el cuerpo. Pero las ambigüedades heredadas de los siglos xvi y xvu, especialmente ilustradas por Vesalio (1543) y por Descartes (1637) no han sido abandonadas. El modelo dualista persiste y acompaña a la "liberación del cuerpo". Conoce­mos la imagen de Clouzot en Le corbeau: un golpe sobre una lámpara que cuelga de un cable modifica el juego de sombras y de luz, difumina la oposición, invierte los valores, pero, a pesar de todo, respeta la polaridad: "Donde está la sombra, donde está la luz."
Lo que perdura es la división entre el hombre y su cuerpo. Hoy, a través de estas prácticas y de estos discursos, el cuerpo deja de representar el lugar del error o el borrador que hay que corregir, COITIO lo vimos con la técnica. No se trata más de la ensomatosis (la caida en el cuerpo) sino de la posibilidad del cuerpo, de la carne, de una vía de salvación. En un caso como en el otro, una misma disyunción opone, implícitamente, en la persona, lo que corresponde al cuerpo y lo que corresponde a lo inaprehensible del hombre.
Desde un punto de vista fenomenológico, ya lo hemos dicho, el hombre es indiferenciable de su carne. Esta no puede considerarse una posesión circunstancial, encarna el ser-en-el-mundo, sin el que no existiría. El hombre es ese no-sé-qué y ese casi-nada que desborda su arraigo físico, pero que no podría estar disociado de él. El cuerpo es el habitat del hombre, su rostro. Momentos de dualidad hacia aspectos desagradables (enfermedad, precarie­dad, discapacidad, cansancio, vejez, etc.) o agradables (placer, ternura, sensualidad, etc.) le dan al sujeto el sentimiento de que el cuerpo se le escapa, que excede lo que él es. El dualismo es algo muy distinto, fragmenta la unidad de la persona, a menudo implícitamente, culmina en un discurso social que hace de estos episodios de dualidad un destino; transforma el exceso en natura­leza, hace del hombre una realidad contradictoria en la que la parte del cuerpo está aislada y afectada por un sentido positivo o negativo, de acuerdo con las circunstancias. El dualismo moderno no divide cruelmente al alma (o al espíritu) y al cuerpo, es más insólito, más indeterminado, avanza disfrazado, atemperado bajo distintas formas, todas basadas en una visión dual del hombre. Lugar del gozo o del desprecio, el cuerpo es, en esta visión del mundo, percibido como algo distinto del hombre. El dualismo contemporáneo distingue al hombre de su cuerpo.
En los dos platillos de la balanza están el cuerpo despreciado y destituido por la tecno-ciencia y el cuerpo mimado de la sociedad de consumo. El sujeto está en una posición tal que su mirada enfrenta el cuerpo, del mismo modo que el descuartizado de Valverde contempla, pensativamente, sin dolor ni nostalgia, la piel que sostiene en el brazo como si fuese una vestimenta vieja que lleva al sastre para que se la renueve. El estetismo de la postura, su aire voluntario, no deja de tener cierta connivencia anticipada con la modernidad.
Este imaginario del cuerpo sigue con fidelidad y (sociológi­camente, el proceso de individuación, cada vez más acelerado, de las sociedades occidentales, a partir del fin de los años sesenta: inversión de la esfera privada, preocupación por el yo, multiplica­ción de los modos de vida, atomización de los sujetos, obsolencia rápida de las referencias y de los valores, indeterminación.
Un tiempo diferente del individualismo occidental aparece y modifica, profundamente, las relaciones tradicionales respecto del cuerpo.


El cuerpo,
marca del individuo
Ya hemos visto que en una estructura social de tipo individualista la persona toma conciencia de sí misma como figura terminada, bien delimitada, de la carne encerrada en ella. El cuerpo funciona como un límite fronterizo, "factor de individuación" (Durkheim), lugar y tiempo de la distinción. El cuerpo, en cierta manera, es lo que queda cuando se perdieron los otros (véase infra), es la huella más tangible del sujeto en cuanto se distienden la trama simbólica y los vínculos que lo conectaban con los miembros de la comunidad. El individualismo inventa el cuerpo al mismo tiempo que al individuo; la diferenciación de uno genera la del otro en una sociedad en la que los lazos entre los sujetos son más relajados, en la que se establecen bajo la égida de la inclusión y no bajo la de la separación. Una serie de rituales cumple, entonces, la función de disponer una relación con el cuerpo que se ha vuelto más indecisa. Se instauran códigos del buen vivir que implican normas corpora­les precisas, y que socializan la relación con el cuerpo a la manera de la represión. Los valores del cuerpo son más bien negativos, lo asocian a la molestia, a la verguenza, al error (Descartes). Se apoyan en ese suplemento ambiguo, indigno, pero sin el cual el hombre no existiría.
En el segundo momento del avance individualista, el de la atomización de los sujetos y el de la emergencia de una sensibili­dad narcisista, el cuerpo se convierte en el refugio y el valor último, lo que queda cuando los otros se vuelven evanescentes y cuando todas las relaciones sociales se vuelven precarias. El cuerpo es el ancla, lo único que puede darle certeza al sujeto, por supuesto que aún provisoria, pero por medio de ésta puede vincularse a una sensibilidad común, encontrar a los otros, participar del flujo de los signos y sentirse cómodo en una sociedad en la que reina la falta de certeza. Las sociedades occidentales, enfrentadas a la carencia de simbolización de la relación con el mundo, en la que las relaciones formales siempre salen ganando por sobre las relacio­nes de sentido (y por lo tanto, de valores), generan formas inéditas de socialización que privilegian el cuerpo, pero el cuerpo cubierto de signos efímeros[2], objeto de una creciente inversión.
La sociedad, con el encabalgamiento de ritos más o menos formales que siguen rigiendo y, por lo tanto, organizando las relaciones sociales y las relaciones del hombre con el entorno, se convierte en un marco cómodo pero sin inversión, vacío de sentido. El margen de autonomía del sujeto se agranda. 151 tenor del vínculo social se modifica, se vuelve "mecánico" y pierde, poco a poco, su "organicidad"[3]. Se habla tanto más de comunicación, de contacto, de calor, de bienestar, de amor, de solidaridad, cuanto más estos valores abandonan el campo social. Entonces, en este vacío de sentido, proliferan los especialistas en la comunicación, en el contacto, en el calor, en el bienestar, en el amor, en la solidaridad: Lugares y tiempos previstos para tales fines, produc-tosy servicios despliegan, de a pedazos, estas obligaciones sociales que llevan al sujeto a buscar en la esfera privada lo que no puede esperar de la vida social ordinaria.
De la concurrencia frecuente a salones de belleza, a las sesiones de terapias corporales de grupo, del jogging a la maratón, del uso de naves de aislamiento sensorial al esquí o al patinaje, de la cosmética a la dietética, el individuo busca, por medio del cuerpo (y porque el cuerpo es el lugar de la ruptura) vivir un desarrollo de lo íntimo. La intimidad se vuelve un valor clave de la modernidad, incluye la búsqueda de sensaciones nuevas, las del bienestar corporal y la exploración de uno mismo; exige el contacto con los otros pero siempre con mesura y de manera controlada. La elaboración de la intimidad reemplazó la búsqueda de la conviven­cia de los años sesenta.
El hombre poco formal, cooly cuida su lookyy también quiere que lo hagan los demás; es, esencialmente, un ambiente y una mirada. El cuerpo se convierte en una especie de socio al que se le pide la mejor postura, las sensaciones más originales, la ostentación de los signos más eficaces. Pero éste debe proporcionar (¿a su dueño?) también una mezcla de espíritu combativo y de flexibilidad, de fuerza y de resistencia, de desenvoltura y de elegancia, sin apartarse nunca de la seducción. Exigencias típicas de la actual atenuación de lo femenino y de lo masculino. Un ejemplo entre muchos otros:

El hombre piensa en él ("esto no es nuevo"), piensa también en su piel ("él no quiere que esto se sepa "). Los tiempos habían cambiado: había una vez... El señor tal... y una sufragista, él descubre, clama, reivindica su identidad frente al espejo del batió. Finalmente se atreve a mostrar con altura lo que hacía bajo cuerda, cuando le robaba a su pareja las cremas, las máscaras y hasta la tintura. Ahora la virilidad no le teme a nada, cambió de criterios y sus héroes cambiaron de "loak". Hoy, es de buen tono ser "clean", limpio de la cabeza a los pies. Triunfar es, ante todo, sentirse bien (Publicidad para "Cünique Formulo Ilommc").

El propio cuerpo, el mejor socio y el más cercano, el delegado con mejor desempeño, aquel según el cual nos juzgan.
Este imaginario del cuerpo crece como un brote nuevo en la cepa del dualismo hombre-cuerpo perteneciente a la vida social occi­dental desde los siglos xvi y xvii. Pero el valor del cuerpo se invierte. En lugar de ser el signo de la caída, se convierte en una tabla de salvación. Se trata, entonces, de un dualismo atempera­do, propio del individualismo occidental cuando éste se afianza aun más y le concede siempre más al individuo, mientras se desvincula de la imposición social. La sensibilidad más narcisista del individualismo contemporáneo modificó los términos de la relación dualista del hombre con el cuerpo.
Lugares del cuerpo que antes estaban sometidos a la discreción por pudor, o por temor al ridículo, se imponen hoy sin dificultades, sin "complejos", se convirtieron incluso en signos de vitalidad o de juventud. Él cuerpo desnudo de la mujer embarazada es un valor seductor de la publicidad. Los shorts que usan los hombres se volvieron comunes en el verano, no sólo en las playas, sino también en las ciudades. Las piernas de los hombres ya no hacen reír; el hombre cool ya no tiene miedo de mostrarlas en público. Lo mismo pasa con los joggers cuando corren por las veredas de las ciudades. El cuerpo del hombre, su torso, se vuelven valores eróticos que invaden la publicidad o los afiches de cine. El body-building (el cuerpo haltere-ego) es la traducción, en términos de las prácticas sociales, de esta nueva conminación que, hace algunos años, se prestaba a la ironía. El cine americano de los setenta, cine de crisis, de duda, centrado en los loscrs, en los héroes frágiles y dolorosos (Dustin Hoffman, Al Pacino, De Niro, Jane Fonda, etc.), cede hoy ante héroes agresivos, seguros de sí mismos, adeptos al body-building, cubiertos por armas poderosas y todo esto, curiosa­mente, a través de un triunfalismo del cuerpo que no es percibido como contradictorio: Rambo, Rocky, Arnold Schwarzenegger, Braddock, Charles Bronson, etc., híbridos de músculos y de acero, máquinas de guerra, robots. El paradigma de la máquina del cuerpo está realizado, en concreto, en los papeles que tanto le gustan a Arnold Schwarzenegger y a Silvester Stallone. Es inte­resante comprobar que algunos actores, y Jane Fonda es el ejemplo más significativo, acompañaron este cambio de sensibili­dad y se hicieron adeptos y ensalzaron el cuerpo musculoso. Las mujeres reivindican el derecho a la fuerza y también van a los gimnasios con aparatos. Al mismo tiempo que el cuerpo del hombre se "sexualiza", el de la mujer se hace más musculoso. Los signos tradicionales de lo masculino y de lo femenino tienden a intercambiarse y alimentan el tema de lo andrógino que se afirma cada vez más. El cuerpo ya no es un destino al que uno se abandona sino un objeto que se moldea a gusto. La relación de conciencia del sujeto respecto del cuerpo se modificó sustancialmente. El imagi­nario contemporáneo subordina el cuerpo a la voluntad, convierte al primero en un objeto privilegiado del entorno de la segunda.
Cuanto más se centra el sujeto en él mismo, más importancia toma el cuerpo, a tal punto que invade el campo de las preocupa­ciones y lo sitúa en una posición dual. La falta de gravedad del sujeto respecto de su arraigo corporal, el éxtasis del cuerpo, alcanza su punto de incandescencia. El cuerpo se convierte, entonces, en un doble, en un clon perfecto, en un alter ego.


El cuerpo alter
ego
En la edad de la crisis de la pareja, de la familia, de la "multitud solitaria", el cuerpo se vuelve un espejo, un otro de uno mismo, con el que es posible cohabitar fraternal y placenteramente. En el momento en que el código social se pulveriza suavemente hacia su correlato individual (la correlación reemplaza, poco a poco, a la cultura), o en el que la atomización de los sujetos confirma la explosión nuclear que impactó en el centro de la vida social occidental, el individuo es invitado a descubrir el cuerpo y las sensaciones como un universo en permanente expansión, como una forma disponible para la trascendencia personal. Al abandonar lo social, el individuo ganó un mundo portátil al que hay que seducir, explorar siempre más allá de los límites: el cuerpo, elevado a alter ego y no la parte maldita librada a la discreción y al silencio ("la salud, decía R. Lerichc, es la vida silenciosa de los órganos"). El cuerpo muta y toma el lugar de la persona, ésta cumple el papel de piloto, es decir, que estamos frente a la versión moderna del modelo platónico. Es la pérdida de la carne del mundo la que empuja al sujeto a preocuparse por su cuerpo y darle carne a su existencia. Se busca una vida social ausente abriendo en uno mismo un espacio dialógico que asimila el cuerpo a la posesión de un objeto familiar, al que se eleva al rango de socio. En el imaginario social el discurso es revelador: a menudo la palabra cuerpo funciona como un sinónimo de sujeto, persona.
Paso del cuerpo objeto al cuerpo sujeto. Esto, que se corresponde mejor con el imaginario del clon[4] se realiza cuando se le otorga al cuerpo el título de alter ego, persona completa al mismo tiempo que espejo (no espejo del otro en el campo del símbolo, sino espejo del ser que remite a sí mismo), valor. El individuo se vuelve su propia copia, su eterno simulacro, por medio del código genético presente en cada célula. Sueño de una capilarización infinita de lo mismo, a través de la fantasía de que la personalidad completa del sujeto está, potencialmente, en el gen. También existe el imagina­rio que rodea a los temas sociobiológicos y que afirma el carácter hereditario de gran cantidad de cualidades (inteligencia, fuerza física, belleza, etc.) a pesar de la desmentida de los mismos genetistas[5]. En este imaginario el hombre es una emanación del cuerpo, subsumido bajo la forma del gen (y hasta de la "raza"). El cuerpo se aleja del sujeto y puede, en última instancia, vivir su aventura personal, ya que, planteado como otro del hombre, no deja de reunir todas sus cualidades personales.
El cuerpo disociado se convierte, en el imaginario moderno, en el camino más corto para alcanzar y transformar al sujeto inmaterial al que vistecon la carne y con las sensaciones. En la senda de Mayo del '68, muchas prácticas psicológicas reivindican al cuerpo como material terapéutico enfrentado a la palabra, patri­monio del psicoanálisis. Se le pide al trabajo corporal que modifi­que el carácter del sujeto y que suprima malestares y reservas. Se presume que actuando sobre el conjunto de las articulaciones o de los músculos, se disuelven las tensiones personales, se reconcilia al hombre con su infancia o con su existencia actual, sin tener que recurrir a un examen de conciencia, a una recorrida psicológica reducida a la "charla", según una expresión corriente de los adeptos a estas prácticas. Según las palabras de Zazie, éstos le dicen al psicoanálisis: "Charlas, charlas, pero no haces nada”.
Cartografía de lo que falta para ser, el cuerpo indica los puntos que hay que modificar físicamente para que desaparezcan las tensiones psicológicas. El inconsciente sería material y el especia­lista de las "artes del cuerpo", que se propone liberar al yo de esta influencia, podría leerlo con facilidad, simple y rápidamente: "Sea quien sea, dice uno de ellos, si usted quiere transformarse, em­piece por su cuerpo" (P. Salomón).
La relación dual cuerpo-sujeto favorece el establecimiento de prioridades de este orden, ya que actuar sobre uno genera, necesariamente, consecuencias sobre el otro. Deja de percibirse la unidad del sujeto. Para Lowen, la bioenergía plantea como presu­puesto que "los cambios de personalidad están condicionados por los cambios de las funciones fisiológicas". Convertir al hombre en un efecto del cuerpo lleva a desarrollar la fantasía de que un simple masaje o un simple ejercicio respiratorio puede modificar la existencia del sujeto.

El cuerpo -dice G. Vigarello- se convierte en una masa que hay que reducir, un montón de cosas imbricadas que hay que disolver, que provocan la incursión de una mano extraña para borrar, desplazar, corregir. El sueño de una conversión de los sujetos como resultado de alguna presión material y tangible que se haya ejercido sobre ellos aflora en estos gestos que no explicitan nunca sus presupues­tos. Los masajes que intentan alcanzar zonas olvidadas, estas correcciones que subrayan las tensiones no percibidas[6].

Cambiar el cuerpo para cambiar la vida. Las ambiciones de la modernidad son más modestas que las de los años setenta. Un ejemplo de este cambio de actitud puede observarse en Jerry Rubin, autor de Do it% una do las grandes obras de la contra­cultura norteamericana de los años setenta.

Seré un viejo que no sufrirá ofltn amenaza (cáncer, crisis cardíaca, etc.)...(abre un placard lleno de frascos y do cnjns do romodios). Mo comprometí a hacer lo más larga posible mi vida. Tomo vitaminas, sales minerales. Como cereales en el desayuno y ensalada al mediodía. Nunca como carne ni alimentos quo tengan grasas. Mo ocupo de mi cuerpo como si fuese de una revolución. Como para alimentarme, no por placer. Estos son los complementos naturales que tomo para el equilibrio general: cuarenta por día. Aquí está el Max Epi que protege de los accidentes cardíacos. Betacarotina, sacada de las plantas para retrasar el envejecimiento do las células; y aquí hay otros que impiden el desarrollo del cáncer o que limpian a la sangre de impurezas. Ginseng, que refuerza la energía y permite que me prepare para los esfuerzos deportivos. También tomo vitaminas para dormir a la noche y vitamina B[7].

Un buen ejemplo de cómo hoy se ha vuelto común el discurso dualista: se cuida al cuerpo como si se tratase de una máquina de la que hay que obtener un rendimiento óptimo. La unidad del sujeto está analíticamente descompuesta para usar de la manera más racional todas las partes y no olvidarse de nada. El cuerpo parece un objeto al que hay que mimar, un socio con el que hay que conciliar los valores, un motor al que hay que mantenerle todas las piezas en condiciones para que el conjunto funcione bien. La dietética constituye otra faceta de esta intervención plástica sobre uno mismo que hoy goza do un éxito cada vez mayor a través de la multiplicación de negocios que venden este tipo de productos: las comidas están dirigidas a mantenerse en "forma", hay una bús­queda de una racionalidad que modifica los datos simbólicos vinculados con la comida y referencias a nuevos valores a través de los productos "orgánicos", etcétera.
Lentamente, el cuerpo se va asimilando a una máquina a la que hay que mantener. Veamos otros ejemplos:

Cuidado con los radicales libres, /'(mámenos naturales que se forman a partir del oxígeno que respiramos. Es decir que el organismo se oxida como el hierro o como la manteca rancia..." (publicidad de las cápsulas "Eradical"). O: "confort, suavidad, rendimiento", estas palabras no pertenecen solamente al vocabulario automovilístico, (el hombre) las exige ahora para su epidermis; los éxitos se producen en todos los terrenos por el buen estado y el bienestar de cada día" (publicidad do "Clinique Formule Homme").

El paradigma del cuerpo confiable y lleno de vitalidad es, curiosamente, el de la máquina bien mantenida, cuidada con amor. Hermoso objeto del que hay que saber obtener los mejores efectos.
Como es percibido como un sujeto interior, como un alterego, es posible hablarle al "cuerpo", mimarlo, acariciarlo, masajearlo, explorarlo como si fuese un territorio diferente que hay que conquistar, o mejor, como una persona a la que hay que seducir. El cuerpo se convierte en una propiedad de primer orden, objeto (o más bien sujeto) de todas las atenciones, de todos los cuidados, de todas las inversiones (en efecto, también en esto hay que prepararse para el futuro). Hay que mantener el "capital" salud, hacer prosperar al "capital" corporal bajo la forma simbólica de la seducción. Hay que merecer la juventud, el buen estado, el look. Hay que luchar contra el tiempo que deja huellas en la piel, el cansancio, los "kilos de más", hay que "ocuparse", no "dejarse estar". La estetización de la vida social está basada en una puesta en escena refinada del cuerpo, en una elegancia de los signos físicos que éste afirma (puesta en signo) gracias a la cual se conjura la angustia del tiempo que pasa. Hay que domesticar a este socio reticente, para convertirlo en una especie de compañero de ruta agradable.
La pasión por el cuerpo modifica el contenido del dualismo sin cambiar su forma. Tiende a psicologizar el "cuerpo-máquina" pero este paradigma mantiene su influencia de manera más o menos oculta. Pero la pasión por el cuerpo cambia su afectividad. El cuerpo-máquina (el cuerpo anatomizado) traduce la falta de simbolización de la carne y aparta al sujeto al considerarlo un valor noble e intocable. Al hacer esto, lo consideraba materia pu ra, en tanto algo real reificado y dual. El cuerpo alter ego no cambia nada en la falta de simbolización de que es objeto el cuerpo, es más, da cuenta de ésta de otra forma, pero al psicologizar la materia, al hacerla más habitable, al agregarle una especie de suplemento de alma (suplemento de símbolo), favorece la instauración, en el individuo, de un soporte de relación con el otro. La simbólica social tiende a ser reemplazada, en los lugares en los que falta, por la psicología. Las faltas de sentido ya no son imputadas a lo social sino que se resuelven individualmente en un discurso o en prác­ticas psicológicas y el cuerpo es un "significante fluctuante" especialmente útil para estos retoques. El cuerpo hace alarde de una valoración directamente proporcional al olvido o al desprecio que se le había otorgado en otra época del dualismo: no hay que ocuparse tanto del cuerpo-máquina (aunque, sutilmente, sigue siéndolo) sino de las sensaciones y de la seducción, cuyas experien­cias hay que multiplicar. Al borramiento ritualizado del cuerpo que sigue organizando el campo social se le agrega una especie de ostentación. Se amplía el dualismo personalizado.


El cuerpo supernumerario

Desde el neolítico, el hombre posee el mismo cuerpo, las mismas potencialidades físicas, la misma fuerza de resistencia a los datos fluctuantes del medio ambiente. Durante milenios, y aún hoy, en la mayor parte del mundo, los hombres caminaron para ir de un lugar a otro, corrieron, nadaron, se procuraron cotidianamente la producción de bienes para sobrevivir en la comunidad. Nunca, sin duda, como hoy en las sociedades occidentales, se utilizó tan poco la motilidad, la movilidad, la resistencia física del hombre; El desgaste nervioso {stress) tomó, históricamente, el lugar del des­gaste físico. La energía propiamente humana (es decir los recursos del cuerpo) se volvió pasiva, inutilizable; la fuerza muscular ha sido relegada por la energía inagotable que proporcionan los dispositivos tecnológicos. Las técnicas del cuerpo, incluso las más elementales (caminar, correr, nadar, etc.), están en retroceso y se utilizan parcialmente en la vida cotidiana, en el trabajo, en los desplazamientos, etc. Ya prácticamente nadie se baña en los ríos y lagos (salvo en algunos raros lugares en los que está permitido), casi nadie usa, o muy raramente, la bicicleta (y no sin peligro) o las piernas para ir al trabajo o desplazarse, a pesar de los embotella­mientos urbanos, etc. En este sentido, el cuerpo de los hombres de los años cincuenta e incluso de los sesenta, estaba mucho más presente en la conciencia, utilizaba mucho más sus recursos musculares en la vida cotidiana. La caminata, la bicicleta, el baño, las actividades físicas vinculadas con el trabajo o con la vida doméstica o personal favorecían el anclaje corporal de la existen-cia. En esa época, la noción de un "retorno" al cuerpo hubiese parecido incongruente, difícil de entender. De ahí en mas, en efecto, el compromiso físico del hombre no dejó de declinar. Esta parte inalienable del hombre está socializada como borramiento, disminuida e, incluso, oculta. La dimensión sensible y física de la existencia humana tiende a olvidarse a medida que se extiende la técnica.
Las actividades posibles del cuerpo, que le permiten al sujeto construir la vivacidad de su relación con el mundo, tomar concien­cia de la calidad de lo que lo rodea y estructurar la identidad personal, tienden a atrofiarse. El cuerpo de la modernidad parece un vestigio. Miembro supernumerario del hombre al que las prótesis técnicas (automóvil, televisión, escaleras rodantes, cin­tas rodantes, ascensores, aparatos de todo tipo...) no lograron suprimir totalmente es un resto, un irreductible, contra el que choca la modernidad. El cuerpo se hace tanto más dificultoso de asumir cuanto más se restringen sus actividades sobre el entorno. Pero la reducción de las actividades físicas y sensoriales no deja de tener incidencias en la existencia del sujeto. Desencadena su visión del mundo, limita el campo de acción sobre lo real, disminu­ye el sentimiento de consistencia del yo, debilita el conocimiento directo de las cosas. Salvo que esta erosión se frene por actividades compensatorias, especialmente destinadas a promover una recon­quista cinética, sensorial o física del hombre, pero al margen de la vida cotidiana.
Atrofia de la motilidad y de la movilidad del hombre por la cada vez mayor utilización del auto. Reducción de la superficie de las viviendas, funcionalízación de las habitaciones y de los espacios, necesidad de desplazarse rápido para no molestar a los demás. En la vida social, el cuerpo se vive, frecuentemente, como una moles­tia, un obstáculo, fuente de nerviosismo o de cansancio, más que como alegría o como si se escuchase una posible música sensorial. Las actividades del sujeto consumen más energía nerviosa que energía corporal. De aquí la idea, muy común actualmente, del "buen cansancio" (vinculado con las actividades físicas) y del "mal cansancio" (vinculado con el desgaste nervioso).
Los lugares de las ciudades dedicados a los paseos, los viejos barrios, las calles, se vuelven cada vez menos acogedores y no dan ganas de pasear por ellos. Las estructuras urbanas se doblegan ante las imposiciones de la circulación automotriz. El espacio para caminar se ha vuelto cada vez más raro. Las actividades se concentran en los centros de las ciudades, saturados, atestados de gente, todo esto contribuye a que el transeúnte tenga que modificar su ritmo personal para someterlo a la imposición anónima de una circulación de peatones rápida. El desplazamiento funcional de un lugar a otro tiende a reemplazar la caminata (salvo, sin duda, el domingo), y esto no deja de tener consecuencias en el placer sensorial y cinético.
Con una notable intuición, P. Virilio, en los años setenta, ya había señalado este debilitamiento de las actividades propiamen­te físicas del hombre, al subrayar, especialmente, cómo "la huma­nidad urbanizada se vuelve una humanidad sentada". Más allá de los pocos pasos que hacen para llegar al auto o para salir de él, la mayoría de la gente permanece sentada durante toda la jornada. Virilio planteó correctamente el dilema que nace de la poca valoración de las funciones corporales en la existencia del hombre, especialmente en la elaboración de una identidad personal.
Antes de vivir en el barrio, on la casa, el individuo vive en el propio cuerpo, establece con él relaciones de masa, de peso, do molestia, de envergadura, etc. La movilidad y la motilidad del cuerpo permiten el enriquecimiento de percepciones indispensables para la estructu­ración del yo. Disminuir, incluso suprimir este dinamismo, fijar al máximo actitudes y comportamientos, es perturbar gravemente a la persona y lesionar las facultades de intervención en la realidad.[8]

La modernidad redujo el continente del cuerpo. Como éste dejó de ser el centro desde el que el sujeto irradiaba, perdió lo esencial de su poder de acción sobre el mundo y, por lo tanto, las prácticas y discursos que lo limitan toman esta amplitud. Como está ausente del movimiento de la vida de todos los días, se convierte en un objeto de preocupación constante sobre el que se cierne un mercado importante y nuevos compromisos simbólicos. Las prác­ticas corporales se sitúan en un cruce de caminos en el que aparecen la necesidad antropológica de la lucha contra el fraccio­namiento del sujeto y el juego de los signos (las formas, la forma, la juventud, la salud, etc.) que le agrega, a la elección de una actividad física, un suplemento social decisivo. Si el sujeto se "libera" en estas prácticas, no es sólo por propia iniciativa, el ambiente de un momento lo incita a hacerlo según determinadas modalidades, pero lo hace con tanto más compromiso personal cuanto él mismo experimenta la necesidad de luchar contra la falta que le procura la no utilización de la energía corporal.
Pero esto no quiere decir que haya un "retorno" al cuerpo. El cuerpo sigue estando ahí, sigue siendo indiscernible del hombre al (que le confiere la presencia, sea cual fuere el uso que éste hace de la fuerza, do la vitalidad, de la sensorialidad. Se trata más bien del surgimiento de otro uso de uno mismo, a través del cuerpo; de una nueva preocupación: la de restituir a la condición occidental la parte de carne y de sensorialidad que le falta. Esfuerzo por juntar una identidad personal fraccionada en una sociedad que divide.
La creciente preocupación por la salud y la prevención también lleva al desarrollo de prácticas físicas (jogging, carreras, etc.). En general, conduce a que los sujetos le presten mayor atención al cuerpo, al alimento, al ritmo de vida. Induce a la búsqueda de una actividad física regular. También en este caso surge un uso de uno mismo tendiente a restaurar el equilibrio roto o delicado de mantener, entre el ritmo de la modernidad y los ritmos persona­les. Se instaura una representación de la enfermedad menos fatal y se considera que la enfermedad encuentra, en las maneras de vivir, en los hábitos alimenticios, en la higiene de vida, etc., las condiciones favorables para su expansión.

De lo inaprehensible
del mundo moderno a lo inaprehensible del cuerpo
La acentuada individualización que conocemos actualmente no es, de ninguna manera, signo de la liberación del sujeto que encuentra en los recursos propios los medios para una gestión autónoma de su existencia. La inmersión en el universo interno para buscar sensaciones insólitas, la partida "auspiciada por empresas" a desiertos o a hielos eternos en búsqueda de la aventura o de una "primicia", el gusto por enfrentarse con los elementos en estado límite, las pruebas de maratón o de esquí nórdico que se llevan a término a pesar del cansancio, el jogging cotidiano o las horas semanales que se pasan en los gimnasios para mantenerse en buen estado, son todos prácticas y discursos que se realizan bajo el control difuso de una gama de valores, al mismo tiempo común y diferencialmente compartidos por los grupos sociales: la juventud, la forma, la salud, la seducción, la resistencia física, la suavidad...valores cardinales de la publici­dad. Estas mitologías modernas valoran cualidades vinculadas con la condición física. Cada sujeto, en su universo personal, y según su posición social, debe arreglárselas con la constelación de signos que le envían el mercado de bienes de consumo, los medios masivos de comunicación, la publicidad. Proliferan las tentacio­nes en torno de actitudes, cuidados, búsquedas cercanas, sujeto de la misma categoría social.
Un puñado de obligaciones provisorias, fuertemente valoriza­das, socializan a un archipiélago de sujetos diseminados. Una mutación antropológica cambia la naturaleza del símbolo que, lejos de aliar a los sujetos en una comunidad solidaria con un mismo destino, que comparte un sistema de sentidos y de valores fuertes, los yuxtapone por medio de un consumo común de signos y de valores pero en tanto sujeto privado. Los signos vuelan en lo efímero y empujan al hombre a una búsqueda que se renueva sin cesar. Cuando se refleja en el espejo en el que forja el sentimiento de bienestar y de la seducción personal, el hombre individualista ve menos la imagen propia que la fidelidad más o menos feliz a un conjunto de signos. Una tonalidad narcisista atraviesa, hoy, mezza voce, la vida social occidental.
El narcisismo es, originariamente, una posición independiente, una astucia del sujeto que se coloca en el límite entre lo colectivo y lo individual y, de este modo, se preserva de un compromiso con los demás. La personalidad narcisista juzga que su individualidad es más digna de interés que el entorno, pero no se excluye del intercambio simbólico. Por otra parte, sabemos que ejerce un poder de atracción especial sobre los demás. Ama, especialmente, el amor, del que es objeto mucho más que los que la aman. Invierte en la propia persona una energía que los otros prodigan, más bien, al vínculo social. Freud escribió, al respecto, páginas clásicas.
El narcisismo de la modernidad es, en primer término, un discurso, una de las piedras angulares de las mitologías actuales. Nombra cierto ambiente social, una forma de tendencia más que un dominio, una intensidad social especialmente vinculada con ciertas categorías (infra), con ciertos lugares (infra). Es una de las venas de la vida social. No la única. Nos interesa pues, necesaria­mente, el narcisismo moderno es una ideología del cuerpo, la búsqueda deliberada de una culminación del experimento y de la seducción que obedece a una actitud al mismo tiempo poco formal y voluntaria, a un dualismo que erige al cuerpo como un valor.
Jean Baudrillard analizó el viraje actual del narcisismo. De lugar de la soberanía se transformó en herramienta de control social, no "manipulado" (¿por quién?) sino "libremente" elegido en la gravedad de un ambiente social, en un momento dado, que hace converger las elecciones de los sujetos hacia prácticas, objetos, discursos, idénticos. Cada uno sigue el impulso de su juego interno como el ejercicio de una libertad cuando, en realidad, se pliega a las conminaciones de un campo social cuyo impacto sobre sí mismo desconoce. Lo que diferencia a este narcisismo del otro, el tradicio­nal, del que hablábamos antes, es que la ley del valor rige su funcionamiento. "Es un narcisismo dirigido -comprueba J. Bau-drillard-, una exaltación dirigida y funcional de la belleza como valor y como intercambio de signos."[9]
El narcisismo de hoy no significa abandonarse a la holgazane­ría, disfrutar del tiempo que pasa, aunque provoque placer, está hecho del trabajo sobre uno mismo, de la búsqueda de una personalización de la relación con el mundo por medio de la valoración de los signos de la vestimenta, de ciertas actitudes, pero también, y especialmente, de signos físicos. Enunciación en primera persona del relato mitológico. Se produce, no sólo en la posición del sujeto en el seno del vínculo social, traducido en la suma de signos, sino también, y especialmente, en el sentimien­to difuso de la mejor adecuación posible a los signos que un tiempo determinado valoriza. La paradoja reside en que induce a la vida social; traduce la ficción de una elección personalizada, el senti­miento de una conciencia soberana cuando la imposición del ambiente social deja de ser percibido en tanto tal, pero aun amplía el campo de influencia hacia la esfera de lo más íntimo del sujeto.[10]
El narcisismo moderno muestra el efecto paradójico de una distancia respecto de uno mismo, de un cálculo; convierte al sujeto en un operador que hace de la existencia y del cuerpo una pantalla en la que ordena, de la mejor manera, signos. La libido narcisista encuentra los signos sociales de la atención en uno mismo y se apropia de ellos. Para hacerlo, busca en el muestrario generoso de las tentaciones, de las mitologías que constituyen el ambiente de un momento determinado. Y esto, inversamente al carácter intemporal, de alguna manera, del narcisismo tradicional.
La otra paradoja del narcisismo moderno está vinculada con su rostro cambiante, con sus entusiasmos provisorios que lo hacen parecerse a un vestuario teatral. La libido narcisista está fraccio­nada, integra, selectivamente, prácticas u objetos, de acuerdo con un cifrado simbólico perteneciente a un momento dado. El trabajo del signo produce un relato ya constituido que el sujeto enuncia con entonación propia. Su talento se relaciona con la capacidad de ordenar, del modo más personal posible, los materiales básicos de que todos disponen. Crea mucho menos su intimidad de lo que, desde un punto de vista sociológico, es producido por ella. El individuo cree que vuelve a apropiarse de la sustancia olvidada del cuerpo, pero en realidad se trata sólo de la restitución de un relato. Es el artefacto que desencadena en él el ambiente de un momento. En este sentido, no sería menos el objeto de un deseo que de una obsesión, menos el objeto de un gozo que de una obligación.
Si el sujeto administra el cuerpo como una propiedad personal, éste sigue las mismas fluctuaciones que la Bolsa. Los valores seguros de un momento económico dejan, enseguida, de serlo por el empuje de nuevos valores: en la era de la fluctuación del sentido y de los valores, el cuerpo no tiene más espesor que una pantalla. Sobre ésta se proyecta la ficción, renovada sin cesar, de la panoplia provisoria en la que se construye una identidad individual sin raíces. El cuerpo es metáfora, depósito inagotable que le da al narcisista moderno un anclaje privilegiado al mismo tiempo que una apariencia heterogénea, efímera. La suerte del narcisismo depende de renovar sus datos con cada modificación del ambiente. Independientemente de las ideologías, el cuerpo es un continente, porque la existencia social del hombre no es otra cosa que una posibilidad jugada entre infinitas combinaciones posibles. Lo efímero puede reinar sobre el hombre y multiplicarse de lo social a lo individual, pero nunca agota la extensión de los posibles. La cartografía del cuerpo es el hecho del campo social, uno y otro son innumerables.


Categorías sociales
Hay que notar que el cuerpo es una apuesta simbólica para categorías sociales relativamente precisas. No parece, por ejem­plo, que los sectores rurales u obreros se vean muy afectados por este entusiasmo en torno de las cosas del cuerpo. Estas categorías sociales valoran más la fuerza o la resistencia física que la forma, la juventud o la belleza. Tendrían, más bien, una tendencia a diferenciarse do los que "se escuchan demasiado"[11]. Son, además, categorías sociales que ejercen una actividad física: el desgaste muscular y la utilización de técnicas corporales particulares forman la esencia de su trabajo. El cansancio acumulado durante la jornada no deja, luego del tiempo de trabajo, el gusto de un placer que vuelve la comprometer las energías al cuerpo. Estas categorías sociales no están familiarizadas con estas prácticas o estos productos a causa del distanciamiento del sistema de refe­rencias, el costo que tienen y el tiempo que hay que dedicarles. Por otra parte, éstas están en contacto con el cuerpo, en un desgaste físico permanente, que es lo que justamente buscan, pero de modo lúdicro, las categorías sociales que demandan estas prácticas y productos orientados al cuerpo. Son, esencialmente, los sectores medios y privilegiados, los profesionales liberales, las categorías inclinadas a privilegiar la "forma" y el buen estado físico, preocu­padas por moverse para encontrar una vitalidad desdibujada por la inmovilidad, la falta de actividad física en el ejercicio profesio­nal[12]. Categorías preocupadas por la salud y por la prevención de la misma, por transformar el "cansancio nervioso" acumulado durante el trabajo en el "cansancio sano", es decir en un cansancio muscular y no en uno difundido por todo el cuerpo.
Son también profesiones marcadas por una responsabilidad tangible respecto de los demás (profesores, médicos, psicólogos, trabajadores sociales, gerentes, profesionales liberales, pequeños empresarios), aunque, a menudo, difícil de asumir; tienden a cuestionarse, a interiorizar los conflictos y esto lleva a "no sentirse bien", a no tener ganas de "disfrutar": Eliane Perin muestra que las nuevas prácticas corporales inspiradas en California (expre­sión corporal, gestalt, bioenergía, grito primal, etc.) reclutan adeptos en las categorías sociales a las que

la relación con el trabajo expone a la agresividad más directa, en tanto que las profesiones les impiden manifestar la menor agresivi­dad. Aquellos cuyo rol consiste, precisamente, en desarmar perma­nentemente toda relación social agresiva, por medio del diálogo, la explicación, la discusión o el habla en general... Estas encontrarían en las nuevas prácticas del cuerpo una situación en la que cualquier desconfianza social queda abolida, incluso prohibida, un lugar cerrado, fuera del mundo, protector, especie de paréntesis en el que todos son iguales, en el que sólo cuentan las emociones y las sensaciones y en las que podrían exteriorizar la agresividad fuera de las formas habituales: las de la palabra[13].

Tiempo de respiración y de reconciliación para categorías socia­les ubicadas siempre en el centro de las tensiones de las relaciones y que "actúan sobre éstas". Búsqueda a través de los signos corporales tangibles de una vía para escapar a la incertidumbre de las prácticas profesionales.
En un marco neutro, sin consecuencias sobre la vida personal, existe una búsqueda de convivencia, de calor, de confianza, de derroche. Una descarga de tensiones a través de una serie de ejercicios en los que uno se subordina a alguien que "se supone que sabe". Pues, extrañamente, la búsqueda de uno mismo, la "reapro­piación" del cuerpo, pasa por lá fidelidad de los participantes a la palabra de un maestro dispuesto a compartir sus conocimientos. El animador describe las sensaciones y los efectos físicos que deben traspasarlos, antes de que los experimenten o, si no, los leen en folletos o, de otro modo, los esperan en ambientes especiales. El descubrimiento de uno mismo o el trabajo que se realiza sobre el cuerpo pasa, en primer término, por el reconocimiento de la palabra del otro, y por tomar un camino que otros ya recorrieron (testimonios en revistas, volantes, obras de divulgación, experien­cias vividas por el entorno, presentación de los ejercicios por el responsable de la sesión, etcétera).
Estas categorías sociales encuentran, así, una forma de guía, de fidelidad a una autoridad a que están acostumbradas en las instituciones en que trabajan. El cuerpo se ofrece a la manera de un laberinto cuya llave el individuo perdió. Esta puede ser resti­tuida sólo por el que, por su conocimiento, sabe desenrollar el hilo de Ariadna. Los usuarios son invitados, entonces, a explorar sus experiencias por un animador que ya sabe qué es conveniente sentir y en qué momento. Asimismo, los que concurren desde hace mucho tiempo guían a los nuevos adeptos. El laberinto se vuelve una trayectoria demarcada.


El secreto del cuerpo
Como las representaciones occidentales están influidas por un dualismo subyacente, usualmente se distingue entre el hombre y el cuerpo, se supone que éste posee un secreto, oculta laberintos con galerías imposibles de recorrer y tiene en el centro revelacio­nes que pueden enunciarse si se posee el hilo de Ariadna. El cuerpo plano de la anatomía considera a la carne sólo por el material que la forma. Al llevar a la percepción a una especie de grado cero de lo simbólico, la imagen occidental del cuerpo contribuyó a volverlo enigmático. Como su evidencia anatómica y fisiológica no se corresponde con lo que el hombre puede experimentar de comple­jidad, se supone que el cuerpo encierra un misterio. El hecho de apelar a representaciones o a técnicas corporales orientales, luego de haber pasado por California, o el hecho de recurrir a tradiciones esotéricas más o menos fundamentadas, legitiman la búsqueda del oro desaparecido en los pliegues de la carne. Un trabajo riguroso sobre uno mismo debe ayudar a la irrupción del continen­te oculto; el cuerpo es la ganga de la que puede extraerse el diamante, siempre que uno se tome el trabajo necesario. La ausencia de Dios permite la búsqueda de un destello de lo divino en la noche del cuerpo.
"La melancolía del anatomista" (J. Starobinsky) está conjurada por el viento del imaginario, insatisfecho de la representación horri­ble de un cuerpo en el que es difícil discernir la relación con uno, la relación con una riqueza de experiencias que el saber biomédico contradice, paradigma oficial de la representación del cuerpo.
Como el cuerpo es el lugar de la ruptura, se le otorga el privilegio de la reconciliación. Es ahí donde hay que aplicar el bálsamo. La acción sobre el cuerpo se traduce en la voluntad de cubrir la distancia entre la carne y la conciencia, de borrar la alteridad inherente a la condición humana: la común, la de las insatisfaccio­nes de lo cotidiano y también las otras, las de base, del inconscien­te. El imaginario social convierte, entonces, al cuerpo en el lugar posible de la transparencia, de lo positivo. El trabajo sobre lo que se experimenta, sobre la respiración, el movimiento, domestica lo inconsciente y lo pulsional. Una psicología implícita de la voluntad aplicada con disciplina o creatividad puede, si se utilizan los recursos técnicos precisos, borrar la ruptura, fundar una "civiliza­ción del cuerpo" (J. M. Brohm) (paradoja de una formulación dualista para nombrar la reconciliación soñada del hombre y del cuerpo que no es más un hecho de representación y de discurso), en la que la represión y la falta serían conjuradas. Volvemos a encontrarnos con el tema de la buena naturaleza del cuerpo, desviada por lo social y a la que hay que reconquistar.[14]
Lugar del límite, de lo individual, cicatriz de una indiferencia-ción que muchos sueñan con volver a encontrar, es por medio del cuerpo que se intenta llenar la falta por la que cada uno entra en la existencia como ser inacabado, que produce sin cesar su propia existencia en la interacción con lo social y lo cultural. Adornarse con signos consumidos e imaginados, asegura una protección contra la angustia difusa de la existencia, como si la solidez de los músculos, la mejor apariencia o el conocimiento de muchas técni­cas corporales tuviesen el poder de conjurar los peligros de la precariedad, de la falta. "En algún lugar de lo incompleto" (Ililke), a través de la positividad tangible del cuerpo, el hombre intenta disipar una angustia flotante. La búsqueda del secreto traduce la de lo inacabado, evoca la irrupción de lo divino en el hombre, apunta a una conjuración de la incompletud en relación con la condición humana. Fetiche que disuelve la división del sujeto. El cuerpo se convierte en el lugar en el que se niega el inconsciente, el lugar en el que la identidad del sujeto se forja en una nueva afirmación del cogito.
Esta búsqueda inquieta que se renueva sin cesar está vinculada con la falta de certeza del tiempo, con la importancia cada vez mayor que lo provisorio tiene en la sociedad occidental. Cuando todo se vuelve inaprehensible, incontrolable, cuando se relaja la seguridad existencial, la única certeza que queda es la de la carne en la que el hombre está atrapado, el lugar de la diferencia y de la ruptura con los demás. El estilo dualista de la modernidad está relacionado con el imperativo del hacer que lleva al sujeto a darse una forma como si fuese otro, convirtiendo a su cuerpo en un objeto al que hay que esculpir, mantener y personalizar. De su talento para lograrlo depende, en gran parte, la manera en que los otros lo verán. El inconsciente dejó de ser un valor para estas nuevas prácticas. O bien edulcoran su contenido (bionergía, grito primal, gestalt, etc.) o bien están basadas en una psicología del cogito en la que prevalece la noción de voluntad y de trabajo.
En este imaginario el cuerpo es una superficie de proyección en la que se ordenan los fragmentos de un sentimiento de identidad personal fraccionado por los ritmos sociales. A través de un ordenamiento y de darle sentido a uno mismo, por intermedio de un cuerpo al que se disocia y se transforma en pantalla, el individuo actúa simbólicamente sobre el mundo que lo rodea. Busca su unidad como sujeto componiendo signos en los que busca producir su identidad y su reconocimiento social.
La clínica de los inmigrantes demostró una patología que recurre al cuerpo pero que, por el contrario, en vez de producir placer genera sufrimiento: la sinistrosis. Luego de una lesión, de una herida, de una enfermedad, de un traumatismo, la sinistrosis hace que el sujeto que se encuentra lejos de su lugar de origen (incluso el francés que está lejos de su región o que, simplemente, está fuera de un lugar social), siga quejándose, sufriendo, más allá de la recuperación "orgánica". Una vez curado, el sujeto sigue sintiendo un dolor vago, agudo, o no puede utilizar el órgano que estaba enfermo. Los exámenes médicos más profundos, cuando se limitan a la técnica pura, no revelan nada orgánico. Sin embargo, el sufrimiento existe. Una escucha que se aparte de la técnica, muestra que el sujeto sufre en su vida y que utiliza, sin saberlo, el dolor como el único medio para que su existencia sea reconocida por los otros y para mantener por sí mismo una identidad que, de otro modo, no tendría sentido. Podemos descubrir aquí un meca­nismo antropológico inverso respecto del "culto" moderno del cuerpo. La sinistrosis marca el exacto negativo de este "retorno" lúdicro al cuerpo, en un sujeto reducido a sí mismo, atomizado por las condiciones sociales de la modernidad y que busca el contacto haciendo que su cuerpo sobresalga. La inversión del propio cuerpo traduce la ausencia de los otros. Cuando la identidad personal está cuestionada a través de los incesantes cambios de sentido y de valores que marcan a la modernidad, cuando los otros se vuelven menos presentes, cuando el reconocimiento de uno se vuelve un problema, aun cuando no sea a un nivel muy grave, queda, en efecto, el cuerpo para hacer oír una reivindicación de existencia. Se trata de convertirse en una escritura, por medio de los signos del consumo o, peor, por medio de la somatización. La sinistrosis es, en este sentido, solidaria (en la otra vertiente) de la pasión por el cuerpo que atraviesa a la modernidad. En el sufri­miento, el inmigrante le da el síntoma a la medicina con la esperanza de que se lo reconozca en tanto sujeto, cuando todas las otras tentativas para lograrlo fracasaron. En el juego, el hombre de la modernidad que se acostumbra a vivir precariamente, "inmigrante del tiempo" (Margaret Mead), convierte al cuerpo en una especie de señal de reconocimiento. En lo inaprehensible del mundo sólo el propio cuerpo proporciona la aprehensión de la existencia.


1Una Versión del comienzo de este capítulo apareció en el Journal den Psychologue, julio-agosto de 1988, nº
59: "L'apparenco physique"

2 El simbolo es la materia prima de la alianza social, lo que le otorga valor al intercambio. Una cultura es un conjunto de sistemas simbólicos (Levi-Strauss), mezcla de consistencia y de precariedad. El signo, a su vez, es solo precario es la versión menor del símbolo. Refiere a entusiasmos provisorios. No es como el símbolo, identidad de la estructura personal y social.

3 Invertimos aquí las celebres metáforas de Durklieim.

4 Por el momento, quedémosnos con el fantasma, pués la clonación proviene de un imaginario del mismo, de un reflejo nnreisista que olvida el carácter no genético, es decir. no transmisible, de lo que compone la identidad del sujeto. El clon nunca será la duplicación del sujeto porque muchas variantes incontrolables entran en juego en su educación. Además, las condiciones sociales e históricas de su desarrollo serían profundamente diferentes.

5 Sobre la sociobiología, consúltense las tesis de Wilson, Sociobiologie, Rocher, 1987. Para una crítica de estas tesis desde la genética, véanse A. Jaccard, Eloge de la différence, la génétique oí les hoinmcs, París, Seuil, 1978; Au péril de la science, París, Seuil, 1982; Marschall Sahlins, Critique de la sociobiologie, Aspects anthropologiques, París, Oallimord, 1980

6 Georges Vigarello, "Le laboratoire des sciences humaines", Esprit, n° 62, febrero de 1982.

7
Danny Cohn-Bondit, Notts avons toas aime' la IMvoltttion,París, Points Actuéis, p. .'1G. La transformación del cuerpo en lugar de la transformación del mundo es una etapabastante común en el itinerario de muchos ex militantes de los años setenta. Además de la obra de I). Cohn-Bendit, véase C. Lasch, Le complexa de Narcisse, París, Lnffont, 1981.

8
Paul Virilio, Essai sur l’insécurité du territoire,París, Stock, 1976, p. 296.

9 Jean Baudrillard, Uéchangc symbol et la morí, París, Gallimard, 1976, p. 172. Véase también Richard Sennett, Lestyrannies de l'intimité, París, Seuil, 1979; Christopher Lasch, Le complexe de Narcisse, la nouvellesensibilité ameri-cainey París, Lafíont, 1981 y Gilíes Lipovetski, La société du videy París, Galli­mard, 1985

10 Richard Sennett plantea, incluso, que "el narcisismo es la estética protes­tante de los tiempos modernos."

11 Véase L. Boltansky, "Lea usages socinux du corps", Anuales ESC, enero-febrero, 1971.

12 Los sectores sociales que hacen gimnasia, esquí nórdico, maratón o jogging son los mismos. Véanse los artículos de Olivier Bessy, Jean-Claude Ragache o Jean-Michel Faure, en Esprit, "Le nouvel age du sport", numero especial, abril do 1987. O, también, desde otro enfoque, Christian Pociello, "La forcé, Ténergie, la gráce et les réflexes", en Sports et sociétés, approche socioculturelle des pratiques, obra colectiva, París, Vigot, 1981.

13 Eliane Perrin, Cuites du corps, etiquete sur les nouvelles pratiques corpore-lies, op. cit., p. 124.

14 "El cuerpo no miente" y otro tipo de dichos: tomas recurrentes dcl movimien­to del potencial humano cuyas ideas son hoy comunes.

la reproduccion de este texto es solo para fines académicos y de estudio

breve conceptualización de los términos arte y cultura

Cuando intentamos hablar de Arte y de Cultura, son un sinnúmero de problemas, interrogantes y concepciones que circundan a estos conceptos.

Primero para entender el vocablo Cultura, es necesario hacer un recorrido histórico con respecto a sus orígenes.

Cultura, se ha entendido durante un largo periodo como aquello que se vincula a las Artes, o particularmente a las Bellas Artes, y se ha entendido además como culto, a aquel ser que se ha “cultivado”, es decir que ha erigido un conocimiento. Esta es una definición mas bien cercana a la época de la Ilustración (siglo XVI a siglo XVIII), donde la Cultura, se considera un atributo de la Razón, atribuible a la idea de “cultivo del espíritu” (metáfora del conocimiento). La raíz del concepto está en el latin cultus que deriva del vocablo colere, que significa cuidado del campo o del ganado. Este es el hecho fundador del desarrollo de las sociedades; tanto la capacidad de controlar los ciclos naturales de la naturaleza (y por ende no depender de la recolección y de lo que la naturaleza entrega por si misma) por medio de la observación del entorno natural y de los astros, así como la necesidad de vivir en el orden (Mircea Eliade plantea en su libro Lo Sagrado y lo Profano que el hombre busca vivir en el orden y no en el caos –orden desconocido– y que por lo tanto erige monumentos y delimita su espacio conocido –orden– y lo vuelve sagrado) son características del desarrollo cultural.
Podemos entender entonces que la sociedad (y por ende la cultura) se fundamenta en este primer desarrollo agrícola: el control de la naturaleza, permite no depender de ella, es decir, superar el primer miedo del hombre: la alimentación. Y por otro lado, permite el desarrollo de otros elementos: escritura para contabilizar los alimentos, cántaros, alforjas, recipientes para contener y guardar dicho alimento; casas y lugares donde cobijarlo.
Si hacemos la extrapolación, entonces, el concepto cultura al estar vinculado al desarrollo agrícola y el control de la naturaleza, permite asociar el resto de las manifestaciones (sociales, políticas, simbólicas) como subsidiarias de esta primera idea.


Por otro lado, cuando hablamos de Arte nos vemos enfrentados a varios problemas, ya que la definición conceptual (en un período fundamentalmente indefinido como el nuestro –transexual, transgenerico, ambiguo, múltiple–) de esta idea se hace aún más dificultosa.
Primero, el vocablo arte tal cual lo conocemos y usamos ahora, derive de dos conceptos: el griego techne que significa saber hacer (que se encuentra vinculado a nociones más bien técnicas, es decir, en la medida de realizar un conocimiento, este era artístico –haciendo la salvedad que también existen personas que realizan representaciones simbólicas: pinturas, esculturas, teatro–) y el vocablo latín ars que significa herramienta, pero también denomina a un hacer con (palabras como armamento derivan de esta idea). Entonces, la noción de arte se encuentra firmemente vinculada a la idea de producción (objetos, herramientas, etc.). El arte es en primera instancia, tanto un saber hacer, (pensamiento, objetos) como un saber hacer con (herramientas, utensilios). Ahora bien, que la noción de arte sea entendida tanto como Bellas Artes (pintura, escultura, arquitectura, música), así como expresión de emociones (e ideas similares tales como comunicación) son conceptos mas bien recientes.
La separación entre ars y techne, hace la diferencia entre una producción de objetos comunes (técnica) y de objetos bellos (arte). Esta división es tanto una forma de ordenar y separar conceptos de actos distintos, así como la necesidad de generar una distinción (diferencia) entre distintos objetos sociales. Y esto a razón de varios fenómenos: por un lado, la producción simbólica fue durante mucho tiempo, territorio del mundo sagrado (los objetos se producen para los templos, las iglesias, los dioses) por lo que responden a un ideal de belleza, que se condiga con la relación divina de los objetos. Mientras que con el surgimiento de la burguesía en Europa (hacia la baja Edad Media) ocurre un cambio en las relaciones sociales y de entendimiento de los objetos de producción (bella). Si los objetos se producen primeramente para los dioses, el surgimiento de la burguesía plantea la aparición de un mundo privado. Mundo que detenta (o comienza a detentar) el poder económico, debido principalmente al hecho que son hombres libres sin apego a la tierra, por lo que pueden comerciar entre las distintas ciudades y pueblos (de ahí la idea de burguesía: burgo significa ciudad castillo, por lo tanto el burgués es quien habita el burgo).
La importancia de esta burguesía para el concepto de arte, está dado por la búsqueda de distinción, es decir, de diferenciación del pueblo común, y de la realeza. Distinción dada principalmente por las condiciones económicas que desarrollan a a través de comercio.En el período de desarrollo del pensamiento y de la razón (Ilustración) es la diferenciación de estas producciones bellas (herederas de la tradición greco-latina) de otras de carácter popular, es que le entrega ala concepto de arte una superioridad por sobre otras manifestaciones, y posteriormente en el Romanticismo (siglo XVIII y XIX) se completa con la idea de expresión emotiva, ya que estos hombres, se ven enfrentados a su desarrollo técnico (advenimiento de la Revolución Industrial y el desarrollo Científico) y asocian las producciones artísticas a los sentimientos, buscando escapar de este nuevo mundo técnico que se esta desarrollando.